Wall Street lava la droga, el Pentágono invade: la farsa imperial de EE. UU. en el Caribe
Por Isabelino Montes
El Caribe vuelve a temblar ante el ruido de los motores militares de Estados Unidos. Para sostener su teatro de guerra en la región, Washington utiliza el mismo caos que el sistema capitalista genera. El narcotráfico, negocio que ellos mismos alimentan y financian, se ha convertido en la excusa perfecta para justificar nuevas incursiones militares. Las amenazas contra Venezuela, rechazadas por el pueblo, ponen en riesgo a miles de civiles mientras el Pentágono se prepara para una nueva demostración de fuerza.
Las recientes clasificaciones de grupos como el Tren de Aragua o el llamado Cártel de los Soles como “organizaciones terroristas” abren la puerta a operaciones represivas, como la ejecución sumaria de supuestos narcotraficantes en el Caribe, sin pruebas ni proceso judicial alguno.
Desde los años setenta, con Richard Nixon a la cabeza, Estados Unidos se embarcó en una “guerra contra las drogas” enfocada en la represión militar y policial, la erradicación de cultivos, la detención de cargamentos y la criminalización del consumo. Pero esa supuesta guerra no ha resuelto el problema. Al contrario: lo ha multiplicado. Para 2020, se estimó que 284 millones de personas consumieron drogas en el mundo.
Detrás de esta crisis se oculta una relación directa entre el modo de producción capitalista y el mercado de la droga. Este mercado es ya otro más dentro de la producción y distribución de la economía capitalista. Fue el propio capitalismo quien lo expandió y hoy no encuentra cómo controlarlo. Las evidencias históricas muestran que los aparatos represivos del Estado —FBI, DEA y ejército estadounidense— han estado salpicados por la corrupción que mantiene vivo el gran negocio del narcotráfico, indispensable para un sistema que se hace cada vez más parasitario.
El Plan Colombia (2000-2016) es ejemplo claro de esa hipocresía: aumentó la ayuda militar y policial sin afectar las exportaciones de cocaína hacia Estados Unidos. Incluso, Washington fue un firme aliado del expresidente Álvaro Uribe, vinculado con narcotraficantes y grupos paramilitares que sostienen ese lucrativo mercado. Por eso, la idea de Trump de “secuestrar el Caribe” para invadir Venezuela bajo el pretexto de combatir el narcotráfico no es más que otra farsa de EE.UU.
El negocio real está en los bancos y en los flujos financieros del capitalismo global. El lavado de dinero proveniente del narcotráfico —1.5 billones de dólares anuales a nivel mundial— circula por grandes bancos y paraísos fiscales, oxigenando la economía capitalista. Las verdaderas rutas del narcotráfico no están en las selvas ni en los mares del Caribe: están en Wall Street. Solo el 5% de las ganancias de la droga queda en manos de campesinos, sicarios y traficantes menores; el resto se concentra en redes globales de blanqueo y bancos internacionales.
Una intervención en Venezuela no detendría ese mercado. Las investigaciones deberían apuntar a Wall Street, donde reina la impunidad. Grandes bancos estadounidenses han sido investigados y multados por vínculos con el narcolavado: el HSBC fue sancionado en 2012 con 1,900 millones de dólares por facilitar operaciones de cárteles mexicanos; el Bank of America fue señalado por el FBI por permitir que esos mismos carteles ocultaran y movieran sus ganancias ilegales.
Los verdaderos lugares para intervenir están en Estados Unidos, donde apenas entre el 1% y el 5% del lavado mundial es detectado por su sistema judicial. Eso significa una impunidad cercana al 95%. La Vicepresidencia de Venezuela ha denunciado que hasta el 85% de las ganancias globales del narcotráfico terminan en el sistema financiero estadounidense, circulando principalmente en Wall Street y la gran banca internacional.
Ejemplo de ello fue el caso de JP Morgan Chase, que permitió que la empresa ABSI Enterprises moviera más de 1,000 millones de dólares a través de una cuenta en Londres sin identificar su verdadera propiedad. Posteriormente se reveló que esa cuenta estaba vinculada al crimen organizado y al narcotráfico, según los archivos conocidos como los “FinCEN Files”.
Empresas hoteleras, de logística y servicios —aunque muchas no están directamente en territorio estadounidense— pertenecen a accionistas capitalistas de EE. UU., quienes se benefician de este sistema. Washington se hace de la vista larga, mantiene investigaciones débiles y evita arrestar a los empresarios estadounidenses vinculados al lavado y al narcotráfico. El enfoque ha sido castigar a actores externos, extranjeros o de doble nacionalidad, mientras los grandes capitalistas estadounidenses quedan intactos.
En el tablero global, Estados Unidos va perdiendo terreno ante China en cuanto al petróleo venezolano. Esa es la verdadera razón detrás de la amenaza de invasión, y no la supuesta “guerra contra las drogas”. Es cierto que algunos políticos venezolanos pueden tener vínculos con el narcotráfico —como los tienen también empresarios y políticos estadounidenses—, pero la intervención no busca justicia ni desarrollo humano: busca asegurar los intereses del imperialismo estadounidense.
China ha tomado el control económico de buena parte del petróleo venezolano. En mayo de 2024, la empresa China Concord Resources Corp. (CCRC) firmó un contrato excepcional de 20 años bajo la Ley Antibloqueo, que le permite operar dos campos petroleros en el Lago de Maracaibo. La inversión supera los mil millones de dólares, con el objetivo de aumentar la producción de 12,000 a 60,000 barriles diarios para 2026. Hoy, China es el principal comprador del petróleo venezolano, recibiendo alrededor de 351,000 barriles por día, más que Estados Unidos, que ocupa el segundo lugar con 228,000 barriles diarios.
Entre las figuras más visibles de la derecha venezolana que destaca esta realidad es María Corina Machado, reciente ganadora del Premio Nobel de la Paz. Quien aún con la titularidad de ser representante de la paz, su discurso, sin embargo, es de guerra. Ha sido una voz constante a favor de una intervención directa de Estados Unidos en Venezuela para controlar los sectores estratégicos —petróleo, minería y recursos naturales— frente a la influencia china. Machado ha expresado abiertamente su apoyo al despliegue militar estadounidense en el Caribe, bajo el argumento de combatir al “régimen de Maduro” y recuperar la soberanía nacional. En realidad, su postura evidencia la disputa geoeconómica entre Washington y Pekín.
La “premio Nobel de la Paz” se ha convertido en vocera del conflicto y no de la paz. Su discurso pone en riesgo a toda la región. Mientras tanto, en Venezuela, el pueblo exige explicaciones a Maduro, pero rechaza toda intervención extranjera.
En contraste con figuras como Jennifer González, que ha permitido que Puerto Rico sea utilizado por Estados Unidos como su “trapo sucio” militar, la clase trabajadora de Venezuela y del Caribe tiene un deber histórico: oponerse tanto al autoritarismo de Maduro como a la intervención imperialista de Trump y su ejército.
La clase obrera caribeña no debe seguir engañada por ninguno de sus verdugos. Las riquezas que producimos deben ser para el pueblo, no para los intereses de los capitalistas que buscan apropiárselas. Ni para los banqueros de Wall Street ni para los burócratas que, como Maduro, ofrecen el país al mejor postor con tal de mantenerse en el poder.
El destino del Caribe no puede seguir en manos del imperialismo. La disyuntiva es clara: o la clase trabajadora del Caribe se unen bajo la bandera de su propia soberanía y justicia social, o seguirán siendo botín de guerra del capital.