El sionismo como engranaje del capitalismo estadounidense

Por Bianca Morales

Mucho se habla de Israel y de la llamada “tierra prometida” como un eslabón sagrado del pueblo de Dios en la tierra. Sin embargo, las acciones concretas de su gobierno y de los intereses que lo sostienen se sitúan en una dirección opuesta a cualquier ideal cristiano de justicia, paz o amor al prójimo. Esta contradicción no es nueva. Es la misma que ha atravesado la historia desde los tiempos de Jesús: la lucha de clases como motor real del devenir histórico, aun cuando se intente encubrir bajo símbolos religiosos.

Desde esta perspectiva, el sionismo no puede analizarse como un fenómeno exclusivamente religioso ni cultural, ni mucho menos como una expresión homogénea del pueblo judío. Se trata de un proyecto político-económico impulsado por sectores de la burguesía transnacional, profundamente integrado al imperialismo estadounidense, que opera como un polo relevante dentro de la lógica de producción capitalista.

Durante años se ha repetido, de forma superficial y reaccionaria, la idea de que “los judíos mueven la economía de EE. UU.”, una afirmación falsa que ha servido históricamente para justificar persecuciones antisemitas y ocultar las verdaderas dinámicas del capital. Lo que corresponde señalar con rigor es cómo una élite burguesa vinculada al proyecto sionista se inserta en estructuras monopolistas del capital, dominando porcentajes significativos de sectores productivos, financieros, comerciales e ideológicos. El sionismo, en tanto proyecto político, ha sido desde su origen un proyecto imperialista, y no exclusivamente judío: se sostiene en una alianza de capitales, Estados y aparatos ideológico. El sionismo, en tanto proyecto político, no representa al conjunto del pueblo judío ni a la clase trabajadora judía, sino a una fracción específica del capital aliada a intereses imperiales.

Esta influencia se traduce también en el vaciamiento del llamado “control democrático”. En Estados Unidos, las elecciones están profundamente condicionadas por la inversión capitalista. La inyección de cientos de millones de dólares en ciclos electorales recientes, particularmente en candidaturas alineadas con una política exterior agresiva en Medio Oriente y con la agenda de seguridad de Israel, demuestra que el poder político responde a intereses de clase, no a la voluntad popular.

Figuras pertenecientes a la élite capitalista estadounidense e internacional, no por su origen religioso sino por su posición de clase, como Miriam Adelson, ligada al negocio de casinos y una de las principales financiadoras de Donald Trump y de organizaciones pro-Israel; Jan Koum, cofundador de WhatsApp y donante de decenas de millones de dólares a proyectos y organizaciones sionistas a escala global; Haim Saban, magnate de los medios que se define abiertamente como sionista y financista histórico del Partido Demócrata; o Paul Singer, multimillonario de fondos de inversión y donante republicano con un historial de apoyo a organizaciones pro-Israel, ilustran cómo se consolida una centralización del capital que controla banca, bolsa y reservas, y que permite a EE. UU. operar como potencia financiera que endeuda y subordina a países menos desarrollados. Estas figuras no actúan en nombre de una identidad religiosa, sino como representantes de intereses de clase, insertos en la lógica de acumulación capitalista y del imperialismo financiero.

A esto se suma el rol de las grandes corporaciones armamentísticas. Empresas como Lockheed Martin, RTX (Raytheon), Boeing y General Dynamics, junto a Northrop Grumman, Oshkosh Defense, Colt y proveedores de componentes militares, obtienen ganancias directas de la ayuda militar estadounidense a Israel. Gran parte de esa ayuda está condicionada a la compra de armamento producido por estas firmas, cuyos sistemas han sido utilizados masivamente en el genocidio contra los palestinos en Gaza. Aquí la ideología no es el fin, sino el medio para la acumulación de capital.

Pero el poder del Estado capitalista no se sostiene solo en la economía. Frente al declive material que experimenta la clase trabajadora, la religión funciona como aparato ideológico de control. En este terreno, el sionismo articula una dimensión ideológica que se entrelaza con su poder económico. El dispensacionalismo cristiano, impulsado por Cyrus I. Scofield y financiado por capitales sionistas como los de Samuel Untermeyer, penetró profundamente en el evangelismo estadounidense. Esta doctrina plantea que los judíos deben regresar obligatoriamente a Palestina como cumplimiento profético y que los cristianos deben apoyar ese retorno sin cuestionamientos.

Este es el plano abstracto de las ideas que legitiman un sistema económico profundamente desigual, donde una minoría vive de la explotación de la mayoría. Para que ese orden sea aceptado, debe presentarse como voluntad divina. Así ha operado históricamente la religión en sociedades divididas en clases: como instrumento para prolongar la dominación y naturalizar la explotación.

Comprender la descomposición que generan las guerras imperialistas exige observar dónde se incrusta el poder del capital en EE. UU.. El sionismo atraviesa ambos partidos del bipartidismo estadounidense y proyecta su influencia a escala global. Ataques recientes y conflictos internacionales no pueden reducirse a una falsa narrativa de choques religiosos entre musulmanes, cristianos o judíos. Esa lectura sirve para justificar políticas migratorias reaccionarias y para desviar la atención del hecho central: el genocidio en Gaza no se corresponde con ningún principio de justicia humana.

Mientras Israel pierde apoyo internacional, el entrelazamiento entre poder económico pro-Israel y fuerzas ideológicas cristianas permite que amplios sectores de las masas aprueben estas guerras. La división religiosa es una herramienta funcional para justificar la violencia imperialista. Pero tampoco se trata de respaldar otros polos de ideas reaccionarias, como los fundamentalismos islámicos. Las creencias particulares de la clase trabajadora son incompatibles con la defensa de guerras sostenidas por la avaricia capitalista.

Lo que une a la clase obrera mundial no es la religión, sino la condición material común. Y mientras los millonarios sionistas continúan moviendo el mundo a su favor, el movimiento obrero internacional permanece mayormente silente. El mundo ha rechazado el genocidio impulsado por el sionismo y su principal aliado, el gobierno de EE. UU., pero la presión que se ejerce sobre la clase trabajadora sigue siendo ideológica y económica.

La paz no se alcanzará mediante la desmovilización. Los centros de trabajo mueven el mundo, y es desde ellos donde puede surgir una fuerza real capaz de detener el derramamiento de sangre. Esto no ocurrirá espontáneamente, sino a través de la organización de cuerpos políticos de la clase obrera independientes de los partidos de la burguesía.

Frente al sionismo y a las guerras imperialistas, la acción consciente y organizada de la clase trabajadora es la única herramienta capaz de poner freno a la barbarie y de materializar un verdadero llamado a la paz. Hagamos el intento ahora, por el bien de la humanidad.

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