Fichas para discutir la historia de nuestra clase trabajadora – Parte III Los y trabajadoras trabajadores del campo
Por Neco
El trabajador del azúcar antes y después de la abolición en Puerto Rico
En Puerto Rico la economía esclavista experimentó un crecimiento como resultado del fomento de la actividad azucarera durante el siglo diecisiete, pero nunca fue tan arraigada como lo fue en Cuba que, aunque arrancó más tarde en el siglo, una vez lo hizo, adquirió un impulso arrollador.
En el siglo dieciocho la agricultura estanciera esclavista recibió un nuevo impulso fomentado por políticas mercantilistas de nuevo cuño que promovían el comercio de mercancías tropicales apetecidas por los europeos. Entre éstas sobresalía inicialmente el azúcar de caña que, aunque no se fomentara su exportación a España, sí encontraba compradores en otros mercados.
Durante el siglo diecinueve, la economía esclavista azucarera en Cuba se expandió enormemente después de la revolución de los esclavos en Saint Domingue y su consolidación la República de Haití en 1803, y a consecuencia más tarde de la ilegalización del mercado de esclavos en las colonias inglesas. Estos eventos causaron que el precio del azúcar se multiplicara rápidamente. La industria azucarera cubana creció exponencialmente, llenando la merma en la producción haitiana y de las islas británicas y aprovechándose del vertiginoso aumento en los precios de esta mercancía. Ese crecimiento expandió también el triturador apetito por más y más esclavos africanos, ahora servidos por contrabando.
En Puerto Rico la economía esclavista azucarera experimentó un crecimiento notable durante los últimos diez años del régimen colonial español. Cuando estalló la guerra de independencia en Cuba en 1895, que afectó negativamente las exportaciones del azúcar cubano, la burguesía azucarera en Puerto Rico experimentó un aumento en sus exportaciones que alcanzaron un promedio anual de alrededor de sesenta mil toneladas.
En 1873, año en que fue abolido el régimen del trabajo esclavo, la esclavitud africana en la colonia de Puerto Rico había alcanzado una población de más de cincuenta mil hombres, mujeres y niños de extracción o ascendencia africana, algo más de un once por ciento de la población de la colonia.
Esto dio origen a luchas entre los esclavos y las burguesías rurales esclavistas que se manifestaron principalmente en fugas de cimarrones que iban a parar a las áreas remotas de la Isla, regiones que todavía estaban fuera del alcance de las tropas españolas. A lo largo de los años se fraguaron varias conspiraciones para organizar rebeliones, algunas inspiradas por la revolución de los esclavos en Saint Domingue y la fundación de la República de Haití. Las conspiraciones fueron descubiertas y los conspiradores severamente reprimidos por las autoridades coloniales españolas. Pero la desproporción poblacional no les brindaba a los esclavos la masa crítica como para amenazar de alguna manera real al régimen esclavista. Lo que no quiere decir que cada vez que se descubriera una conspiración a los burgueses esclavistas no se les descompusieran los intestinos.
Durante los veinticinco años después de la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, las plantaciones azucareras típicas en esta colonia española eran empresas familiares, de mayor o menor tamaño, que producían por los métodos más primitivos pilones (o panes) de azúcar rústica para consumo local, y la exportación de azúcar moscabado y mieles para el comercio exterior, a través de las aduanas españolas o por contrabando en alguna playa remota en noches oscuras. Una parte importante de este comercio se dirigía a las refinerías de azúcar y las destilerías de ron de las colonias británicas del noreste americano y eventualmente para los estados correspondientes de la república federal de Estados Unidos.
España nunca fue un gran mercado para el azúcar de sus colonias, a las que incluso se le impuso aranceles de importación en los puertos españoles, para la protección del azúcar producido en el sur de España y las Islas Canarias.
Durante la época de siembra de la caña, y más tarde, durante la zafra, estas empresas empleaban sus antiguos esclavos —que podían seguir viviendo en barriadas rurales en las tierras de la estancia y trabajando para el antiguo amo en las mismas míseras condiciones que antes. Ahora recibían un miserable salario, a veces en moneda, o a veces en vales que podían redimir en los ventorrillos del patrono. Algunos de estos trabajadores migraron hacia las ciudades en busca de mejores oportunidades de vida y de trabajo.
Otra fuente laboral para estos patronos la suministraba el campesinado pobre, que aún no hubiera sido expropiado y que seguía cultivando por generaciones sus propias fincas de subsistencia o de abastecimiento de los mercados locales en los pueblos pequeños y en las ciudades mayores suficientemente cercanas. Llegaban de madrugada a la plaza del mercado con sus productos transportados a través de pésimos caminos rurales en sus carretones tirados por bueyes, o montados a caballo con sus banastas en ancas. Si tenían suerte, vendían gran parte del producto que habían traído a la plaza y regresaban a su finca con algunas monedas en el bolso. No siempre los acompañaba la suerte.
Durante la zafra, el plantero les pagaba a estos campesinos un mísero jornal por sus largas horas de trabajo. Al cortarse y molerse la última caña de la temporada, estos pequeños agricultores regresaban a sus conucos y a sus talas donde seguían cosechando sus productos de subsistencia, con la posibilidad, como se apuntó anteriormente, de vender algún excedente que pudieran transportarse a algunos de los mercados más o menos cercanos.
Los ricos empresarios azucareros podían seguir acaparando esas pequeñas fincas, la mayoría de ellas sin títulos de propiedad, muy frecuentemente por métodos engañosos y fraudulentos, como el endeudamiento usurero. Extendían así las tierras azucareras bajo su control directo. Los campesinos expropiados podían continuar labrando sus talas de subsistencia —tierra que ahora sería propiedad del terrateniente azucarero— siempre que estuvieran disponibles cuando fueran necesitados en el negocio del patrón a cambio de un salario de hambre con el que apenas saldaban sus “fiaos” en algún ventorrillo de la barriada, posiblemente propiedad del plantero. En la mayor extensión de estas tierras apropiadas el terrateniente sembraba su caña de azúcar, la materia prima de su producción.
Según estos burgueses rurales acaparaban las tierras, así crecía la fuerza laboral que dependía de los míseros salarios durante la zafra o la cosecha del café. Tenían acceso a la pequeña parcela de subsistencia con la que, durante el tiempo muerto, podían tratar de alimentar a su famélica prole. Comenzando el siglo diecinueve habría unos diez mil trabajadores agregados en las fincas de caña o de café. Para el comienzo de la tercera década de ese siglo diecinueve (1830 en adelante), esa población se multiplicó por diez: cien mil agregados en un país con una población total de poco más de trecientos mil habitantes.
Pero, de todas maneras, por causa de las disparidades entre las enormemente intensas necesidades de trabajadores (a salarios de hambre) por parte de la burguesía rural y la disponibilidad irregular de esos trabajadores, se levantaron los lamentos plañideros de los burgueses azucareros y cafetaleros. No podían expandir sus exportaciones, se lamentaban, a causa de la frecuente escasez de trabajadores.
Así fue como el estado colonial se dispuso a obligar a todos los labradores y peones a emplearse con algún terrateniente a cambio de un salario. Esos trabajadores independientes preferían “buscársela” efectuando trabajos menudos aquí o allá, o labrando sus talas de subsistencia, antes que someterse al triturador régimen del trabajo cañero azucarero, o al trabajo del cafetal. Ahora quedaban sometidos al trabajo asalariado compulsorio. El Reglamento especial de jornaleros, impuesto sobre todos los trabajadores en 1847 obligaba a esos labradores libres a emplearse con un patrono terrateniente por el insignificante salario que éste entendiera apropiado (apropiado a sus ganancias, claro está).
Este reglamento obligaba a todo trabajador a llevar consigo su libreta de jornalero, so pena de arresto. En esa libreta los patronos registraban su historial laboral. Era causa de enjuiciamiento y cárcel si la libreta registraba un historial de delincuencia y ocio laboral, es decir, si el portador de la libreta no se hubiera sometido al régimen laboral de los plateros y los hacendados. Tenía que emplearse como trabajador asalariado o arriesgarse a pasar tiempo en la cárcel.
Este reglamento no consiguió sus objetivos. Los trabajadores buscaron mil maneras de burlar el código. Pero siempre fue un método para hostigar y perseguir a trabajadores que pudieran ser sorprendidos por las autoridades tratando de resistirse al trabajo compulsorio. Nos dicen los estudiosos que este régimen generó suficiente malestar como para haber nutrido las filas de los insurrectos de Lares en 1868. De todas maneras, en 1873, junto a la abolición de la esclavitud, se derogó también el Reglamento especial de jornaleros.
En todo caso, la extensión de terrenos para la siembra de caña llevaba al plantero a emplear, durante la época de la zafra, a cualquier peón disponible en algunas millas a la redonda. Los peones agregados en sus tierras, y los pequeños agricultores vecinos podían constituir una minoría de los numerosos macheteros necesarios temporalmente para acelerar el corte de caña y su molienda. La mayoría de los labradores venían de lejos, incluso de barriadas obreras en ciudades y pueblos pequeños a alguna distancia de las plantaciones, donde podían encontrar barracones para alojarse durante la temporada de la zafra.
El acaparamiento de tierras era una necesidad siempre presente. Pero el talón de aquiles de la economía de la plantación azucarera en Puerto Rico fue su baja capitalización. El apetito por mayores extensiones de tierras entraba en contradicción con el bajo desarrollo técnico de sus procesos de transformar el guarapo en azúcar. La cantidad de tierras para la siembra de caña estaba limitada por la cantidad de caña que se pudiera moler, y la cantidad de guarapo que se pudiera procesar en una misma temporada. La caña que no se corta justamente en su momento de maduración, o que no se muele inmediatamente después de cortada, pierde su contenido de azúcar rápidamente. El guarapo que no se procesa según se extrae de las cañas se fermenta y se echa a perder.
Los bajos niveles de desarrollo técnico de los trapiches de la mayoría de las plantaciones inducían a los planteros a imponer un régimen de sobre explotación laboral. Las jornadas extendidas hasta los mismos límites del esfuerzo humano buscaban producir la mayor cantidad de azúcar dentro del calendario de la zafra y llevar los bocoyes cuanto antes a los almacenes portuarios de exportación.
Eso se conoce en la economía política como la extracción de plusvalor absoluto, extendiendo las brutales jornadas hasta los límites físicos de los mal nutridos organismos de los trabajadores, y compensándolos con —literalmente— salarios de hambre.
El trabajador de las fincas cafetaleras a finales del siglo 19
Durante estos años de la segunda mitad del siglo diecinueve, el café sobrepasó al azúcar como la principal mercancía de exportación. Las fincas cafetaleras también eran empresas familiares, pero éstas no estaban establecidas en los llanos costeros, sino en las regiones montañosas remotas de Puerto Rico. La relación entre estos hacendados cafetaleros y sus trabajadores arrimados era algo diferente a la que existía entre los empresarios azucareros y su fuerza laboral. Al plantero azucarero la identidad de la mayoría de sus trabajadores que le vendía su única mercancía —su fuerza de trabajo— no era de su interés. Para el jornalero la identidad del patrón, dueño de la plantación azucarera, era algo remoto e indiferente. Se trataba de un intercambio impersonal de mercancías: la fuerza de trabajo del peón a cambio de un salario, a veces en dinero, a veces en vales redimibles en el ventorrillo del patrono.
En la montaña el trabajo esclavo nunca fue un buen negocio. La fuerza de trabajo provenía en parte de pequeños agricultores vecinos, expropiados de sus tierras y subordinados al control personal por parte del hacendado cafetalero.
Desde principios del siglo 19, estos hacendados cafetaleros, muchos de ellos europeos o suramericanos, fueron apropiándose de las tierras, casi siempre sin títulos de propiedad, de los pequeños campesinos de la región, que ahora pasaban a ser familias “agregadas” o “arrimadas” a la gran hacienda cafetalera. El patrón les permitía seguir cultivando una parcela más reducida dentro de sus antiguas fincas, a cambio de que la familia entera trabajara en el cafetal del hacendado siempre que éste los necesitara. La mayor parte de las tierras que habían sido suyas y que ahora pertenecerían al hacendado se sembraban de café y de árboles de sombra, que esos campesinos “arrimados” ahora trabajarían por poca cosa para el beneficio exclusivo del patrón.
Mientras que, en la plantación azucarera, como se mencionó, la relación entre el empresario y la mayoría de los trabajadores se reducía a un intercambio anónimo de mercancías —fuerza de trabajo por salario—, en la montaña al interior del país se gestaron unas relaciones sociales paternalistas casi de carácter feudal. En la hacienda cafetalera, aunque el hacendado compensara a sus trabajadores en moneda o en vales, éste imperaba sobre la subsistencia miserable de las familias agregadas, atadas irremediablemente a las tierras de su propiedad. En efecto, los campesinos pobres, ahora convertidos en peones del cafetal, y sus familias enteras, estaban sometidas a relaciones de reciprocidad subordinada con la familia del hacendado. Por un lado, se establecían relaciones de compadrazgo, de favores dispensados y recibidos, pero por otro, estas relaciones cementaban vínculos de subordinación patriarcal permanente de los trabajadores a la voluntad del hacendado. Los peones quedaban siempre amarrados por esos vínculos a la tierra del patrón y a la persona del hacendado. Sus vidas estaban sometidas a las necesidades de los negocios de éste.
Cada finca, cada cafetal, era un mundo propio, un microcosmo social, aislado del resto de la colonia, con sus propias reglas, moral y costumbres. El mundo del peón se limitaba a las guardarrayas de la hacienda de su patrón.
La competencia entre los hacendados propiciaba el acaparamiento de más y más cuerdas de terreno cafetalero —y de más trabajadores atados a estas tierras— a costa de los pequeños agricultores de la región de la montaña. Se incrementaba el volumen del producto que se llevaba al mercado aumentando la extensión del cafetal y sus trabajadores “agregados”. El límite a esta tendencia consistía en el número de cuerdas y de trabajadores que el hacendado, sus parientes y sus mayorales pudieran supervisar efectivamente.
La agricultura tabaquera
Para estas décadas finales del siglo diecinueve, el tabaco fue la tercera cosecha de exportación, después del café y del azúcar. En regiones importantes en el centro de Puerto Rico el tabaco constituyó durante estos años la primera actividad económica, agrícola y manufacturera.
La agricultura tabaquera ofrecía la particularidad de haberse desarrollado en base a un esquema productivo de pequeñas fincas familiares, que le vendían sus cosechas directamente a las operaciones manufactureras de cigarros y cigarrillos, o a los factores, acaparadores que recogían las hojas para su exportación a mercados como Estados Unidos y Cuba.
La industria tabaquera tuvo gran importancia para la historia de nuestra clase trabajadora porque en las fábricas de cigarros se estableció el puesto del lector. Los trabajadores diestros de la empresa colaboraban para completarle el sustento a una persona que se dedicara a leer en voz alta los periódicos de Puerto Rico y de otros países hispanoamericanos, revistas y libros. Se sabe que entre los libros podían listarse trabajos de autores anarquistas y marxistas; temas sobre historia, filosofía, economía y política, así como novelas de Víctor Hugo, Émile Zola y Leo Tolstoy. Entre los tabaqueros se acumuló un sedimento fértil del que eventualmente brotaron muchos intelectuales orgánicos y líderes políticos y sindicales de nuestra clase trabajadora.
El hábito de la lectura colectiva se implantó aquí y allá, en las montañas de Comerío y Cayey y en los valles de Caguas, y en otros pueblos de la región tabaquera, al igual que en los talleres y fábricas que se establecieron en algunos centros urbanos. En torno al trabajo de manufactura tabacalera se organizaron grupos de lectura y estudio, así como instituciones culturales de estos trabajadores. Este florecimiento cultural fue un poderoso estímulo al desarrollo de la intelectualidad obrera que le dio forma a la conciencia de clase de los trabajadores en todo Puerto Rico.