Las raíces del fascismo surgen del capitalismo
Por Isabelino Montes
La división entre polos fascistas y antifascistas vuelve a cobrar fuerza en el escenario mundial. Los capitalistas, conscientes de que el sistema que sostienen atraviesa una crisis irreversible, recurren nuevamente a los métodos autoritarios y represivos para garantizar la continuidad de su dominio. En Europa, América Latina y Estados Unidos, las protestas populares se enfrentan a una maquinaria estatal cada vez más violenta, dispuesta a todo para proteger los intereses del capital.
El fascismo no es un accidente histórico ni una ideología autónoma: es un producto directo del capitalismo en crisis. Surgió como su herramienta más brutal para frenar el avance del movimiento obrero y las revoluciones socialistas del siglo XX. Tras la Primera Guerra Mundial (1914–1918), Europa se encontraba devastada: desempleo masivo, inflación, caída de imperios y una ola de levantamientos revolucionarios —desde la Revolución Rusa de 1917 hasta los consejos obreros en Alemania e Italia— amenazaban con transformar la sociedad desde sus cimientos. Fue entonces cuando la burguesía recurrió al fascismo como su último escudo.
En Italia, Benito Mussolini —exsocialista convertido en nacionalista— fundó en 1919 el Fascio di Combattimento con el respaldo de industriales, banqueros y del propio ejército. En Alemania, el nazismo de Hitler se desarrolló bajo las mismas condiciones: el capital financiero, las grandes corporaciones y los terratenientes lo apoyaron como un dique contra el comunismo. Así, el fascismo no fue un movimiento “popular” sino un proyecto de clase, diseñado para restaurar el orden burgués y garantizar la rentabilidad del capital.
El fascismo cruza el Atlántico
En Estados Unidos, las raíces fascistas se injertaron a nivel ideológico y económico. Durante la Gran Depresión de 1929, muchos industriales y banqueros estadounidenses admiraron el “orden” y la “eficiencia” de los regímenes de Mussolini y Hitler. Veían en ellos una fórmula para controlar al movimiento sindical y aplastar la amenaza comunista. Empresarios como Henry Ford, Prescott Bush (abuelo de George W. Bush), la familia DuPont y otros grandes capitalistas financiaron o simpatizaron con los regímenes fascistas europeos.
Incluso se intentó importar el modelo directamente: en 1933, el llamado Business Plot —una conspiración organizada por grandes corporaciones— pretendía instaurar una dictadura fascista al estilo italiano y derrocar al presidente Franklin D. Roosevelt.
Aunque Estados Unidos participó en la Segunda Guerra Mundial del lado contrario a Hitler y Mussolini, al terminar el conflicto adoptó su propia versión moderna del fascismo: un sistema corporativo donde Estado, ejército e industria actúan como una sola estructura. El expresidente Dwight Eisenhower lo advirtió al llamarlo el complejo militar-industrial: una fusión entre capital y poder político bajo el discurso del “patriotismo” y la “seguridad nacional”.
Con la posguerra, este fascismo corporativo mutó en maccarthismo y anticomunismo de Estado. Miles de sindicalistas, intelectuales y militantes de izquierda fueron perseguidos, encarcelados o marginados. A su vez, Washington exportó dictaduras militares por toda América Latina mediante la CIA y la Escuela de las Américas, consolidando regímenes abiertamente fascistas bajo la bandera del “anticomunismo”.
La mutación contemporánea del fascismo estadounidense
En la actualidad, las fuerzas fascistas resurgen en Estados Unidos con el proyecto político MAGA (Make America Great Again). Lo que en apariencia es un movimiento “patriótico” encubre una alianza entre magnates industriales —como Elon Musk—, sectores financieros y políticos dispuestos a imponer políticas represivas que reduzcan la fuerza laboral, bajen los costos de producción y aceleren la automatización de la industria.
El fascismo MAGA representa la ofensiva del capital contra las mayorías trabajadoras. Su blanco principal son las comunidades inmigrantes, negras y pobres, utilizadas como chivos expiatorios para justificar la militarización y el control social. En ese contexto, el reclutamiento de grupos supremacistas por agencias como ICE revela el grado de penetración fascista dentro de las propias instituciones estatales.
Frente a este panorama, la clase trabajadora no puede continuar confiando en los viejos métodos ni en los partidos burgueses que han traicionado una y otra vez sus intereses. Tanto los demócratas en Estados Unidos como las alianzas liberales en Puerto Rico —como el PIP-MVC— reproducen las mismas políticas capitalistas que permiten el avance del fascismo. Mientras unos lo hacen abiertamente, otros lo maquillan con el “justo proceso de ley”, como demostró la administración Obama deportando a más de cinco millones de inmigrantes.
El papel histórico de la clase obrera
No hay neutralidad posible: el fascismo se combate con organización política obrera, no con reformas electorales. Las manifestaciones espontáneas que hoy surgen en Los Ángeles, Portland y Chicago son señales de una resistencia viva, pero necesitan transformarse en organismos permanentes de poder de la clase trabajadora: comités de fábrica, de barrio y de lucha, independientes de los partidos burgueses.
Solo una organización política propia puede descomponer el orden fascista y construir una nueva democracia, una que surja de las mayorías obreras y no de los parlamentos corrompidos por el dinero del capital.
El mundo se encuentra en un punto de inflexión. Los gobiernos fascistas no son una anomalía del sistema: son su expresión natural cuando el capitalismo entra en decadencia. Por eso, la única salida verdaderamente democrática es la que emerja desde los centros de trabajo y los barrios, desde la fuerza politica del trabajo organizado y consciente.
El fascismo no se discute: se destruye con la organización revolucionaria de la clase trabajadora.